Una fría mañana de primavera Viejo Monje no se levantó. Hacía días que apenas comía y se le veía nostálgico y cansado. La noche anterior habíamos estado leyendo unas historias graciosas y algo subidas de tono que a él le encantaban y que yo ya estaba acostumbrada a oir. Y nos estuvimos riendo como posesos.
Esa mañana sin embargo no tenía apenas fuerzas. Me pidió que me sentara a su lado en la cama. Me cogió la mano y comenzó a contarme su vida.
“ Había sido un joven juerguista y amante de la buena vida y las buenas mujeres.
– Guapas y feas, no hacía distinción, las amé a todas y ellas me amaron a mi.-Reía él.
Se hizo mayor y siguió siendo juerguista y amante de mujeres…
-Jóvenes y maduras, no hacía distinción, las amé a todas y ellas me amaron a mi.-Me contaba riendo.
- Era el tercero de cuatro hermanos, mi hermano mayor era el heredero, mi otro hermano se hizo militar y a mi me tocaba hacerme monje, mi hermana, la mas afortunada había hecho un buen casamiento y vivía regalada y rodeada de doncellas. Mi padre era de los que decían: Un hijo para la familia, un hijo para el reino, un hijo para los dioses.
Viejo Monje sonreía con nostalgia recordando sus años de locura juvenil.
-Me habían tolerado mucho, mi joven loba, mi manera de dilapidar el dinero, los escándalos, los bastardos y los duelos. Pero llegó un momento en que se pidió oficialmente mi cabeza. No diré el nombre de la joven, pero no me arrepiento de nada de lo que sucedió. En aquella ocasión no pude escaparme y tuve que tomar los hábitos de por vida para escapar de una muerte inminente. Durante años vagué de abadía en abadía, escandalizando a los píos monjes hasta que aterricé aquí y apareciste tú.
El me miraba con cariño.
- Y yo querida mía, donde hay una mujer hermosa soy feliz, así que me quedé, y no me arrepiento de nada.
Mientras me contaba su vida reía, pero yo era consciente de que su mano, cada vez se tornaba mas fría.
Varios monjes entraron en la celda, su ausencia se había dejado notar, vinieron a preguntar… pero al verle, mucho de ellos se despidieron con una bendición. Viejo Monje les tomaba el pelo, o como él decía “la calva” diciéndoles que parecían cuervos de mal agüero.
-Los dioses han sido generosos conmigo pues me conceden hasta el último de mis deseos.-Decía riendo.
- Y cuál es este último deseo, Viejo? –le preguntó el hermano Menhlo, quien apreciaba al anciano sinceramente y tras entrar se había sentado a mi lado.
- Ah, Menhlo, siempre que rezaba pedía lo mismo, una muerte dulce, en la cama, con una mujer hermosa a mi lado y que fuera su risa lo último que escuchara antes de abandonar el mundo. –Me miró y me guiñó exageradamente un ojo.
Me hizo reir y él compartió mi risa. Recuerdo su última carcajada, fue larga y clara, su cuerpo se agitaba y su mano aferró la mía con fuerza. Su alma abandonó su cuerpo con una sonrisa. Me miró, compartiendo su última broma conmigo y los dioses, suspiró… y murió.
Todos nos quedamos como tontos, con una media sonrisa en el rostro y lágrimas en los ojos.
-No estés triste Sirkani.-me dijo Menhlo.- Ha muerto como ha vivido. Riendo y haciendo reir.
- Pon eso en su lápida. –le dije yo sonriendo- Creo que le gustará. –él me miró y asintió.
Se prepararon los funerales y yo ayudé a oficiarlos porque era quien mas le había querido. Menhlo se encargó de los ritos de Dwayna, yo de poner en palabras su vida y su persona.
Muchos eran los que no comulgaban con las extravagancias y la forma de ser de Viejo Monje, pero nada de eso importaba ya, serían los dioses los que le juzgarían y le acompañarían en su último viaje.