Una vez que empecé a hablar no había manera de callarme. Viejo Monje siempre bromeaba diciendo que estaba recuperando el tiempo perdido.
Me hacía reir mucho.
Me enseñó a escribir, y se me dio bien, era muy habilidosa con las manos, sabía dibujar y captaba e imitaba rápidamente las formas y las letras. Pronto comencé a trabajar como copista y aunque al principio me gustó por la novedad… mi espíritu inquieto hacía que me removiera continuamente en la silla.
En aquella época pretendieron que iniciara el noviciado al servicio de Dwayna, pero me era muy difícil adaptarme a la disciplina del templo después de tantos años campando a mis anchas.
Empezaron a usar mano dura conmigo, aunque Viejo Monje se reía y decía que un lobo nunca sería un buen cordero.
Aquel verano me escapé de la abadía. Echaba de menos a mis hermanos lobos. Corrí por campo y rocas, crucé el río, trepé a la montaña y llegué a la lobera.
Mamá-loba me recibió gruñendo. Yo sabía porqué… mi olor a lobo era tenue, olía a cera y a tinta, a fuego y a leña, a jabón y a miel… ya no era un lobo.
La miré y ella me devolvió la mirada, si hubo reconocimiento nunca estaré segura, ella tenía nueva camada y no se arriesgaría. Yo me había marchado de la jauría y era una loba adulta, ya no podía volver.
Bajé la montaña con tristeza, caminé junto al río… al atardecer el olor del humo me atrajo y llegué a una cabaña. El estaba fuera y me vio llegar, trabajaba en su arco, el mismo arco que llevaba aquél día ya lejano en que me sacó del bosque y me llevó con los hombres. Él lo pulía y lo limpiaba. Yo me senté cerca, con las piernas cruzadas, mirándole trabajar. No nos dijimos nada, no había nada que decir y él siempre ha sido de naturaleza huraña.
Las horas pasaron y se hizo de noche, el se quedó mirándome un momento y a continuación se fue a la cabaña a por algo de comer. Queso, torta dura y carne ahumada. Yo lo devoré todo, muerta de hambre.
Mas tarde el se retiró a dormir y cerró la puerta aunque yo sabía que no estaba atrancada. Aquella noche dormí cerca de la cabaña, al raso, como tantas otras noches lo había hecho en el patio de la abadía, sobre todo en verano.
Pasaron los días y él parecía aceptar mi compañía. Al poco tiempo de estar allí, tuve ganas de cazar y así lo hice, volviendo, tras un día en el bosque, con presas pequeñas. El las aceptó y las compartió conmigo, respetando mi costumbre de comer la carne cruda, herencia de mi tiempo como loba.
Después de aquello empezamos a cazar juntos y una tarde me enseñó a reparar y cambiar la cuerda de uno de sus viejos arcos. Aquella noche dormí junto al fuego de la cabaña y durante el resto del verano, cacé, comí y dormí bajo su techo. Aidan, el guardabosques solitario, me había aceptado.
Sin embargo, la llegada del otoño me trajo recuerdos muy poderosos de la abadía y de Viejo Monje. Y cuando los árboles comenzaron a amarillear, me marché.
CXVI .- Interludio: Noche de tormenta
Hace 13 años
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