Silithus. Desierto de roca roja y arena ocre, guardián de horrores y secretos. Hoy eres mi campo de batalla. Salto del saliente a una repisa un par de metros bajo mi posición, de ahí me deslizo oculta por los dientes de roca hasta la falda de la ladera. Una carrera de cien metros me separa del linde del campamento. He esperado hasta este momento especialmente, pues ahora tengo el sol de la tarde a mi espalda. Deslumbrante, enorme, amarillo y cegador. Sonrío anticipando el éxtasis catárquico del combate, reconozco que me gusta matar, no es un sentimiento benigno, lo sé, pero afortunadamente no padezco remordimientos. Siempre he estado muy segura de lo que hacía y porqué lo hacía. Se que la muerte no es mas que un principio, en el fondo, algo arraigado en lo mas profundo de mi me dice que liberar esos espíritus de esta vida indigna que han elegido es lo mejor que puedo hacer por ellos, quizá con fuerza y voluntad sean capaces de volver en el futuro y emprender una vida cuando menos honorable. Y si no allá ellos, cada uno elige lo que quiere ser y debe asumir las consecuencias de su elección, como siempre he hecho yo misma.
No me han visto, aún no.
Así que hago algo que no se esperaría nadie. Con la espada desnuda en la mano y aún embozada me dirijo a la carrera hacia la estructura central donde se alza el altar con la efigie a la que adoran en sus rituales, el líder está en un lateral, hablando con dos de sus hombres de forma pausada, relajado, lleva así unos veinte minutos por lo que he podido observar desde mi escondite en la ladera.
Tras una carrera desbocada y veloz sobrepaso los guardias apostados en los límites exteriores, que, aletargados por la solana inmisericorde que cae sobre ellos me miran un momento estupefactos. Consigo contar hasta tres antes de escuchar la primera voz de alarma. Absurdamente me da la risa.
Es algo que me ocurre en medio del combate siempre, me da por reir. Algunos de mis aliados me han hecho notar que es espeluznante, bah, da igual, mas lo será para mis adversarios.
Noto movimiento a ambos lados, atisbo figuras emerger de las tiendas, muchos de ellos están confusos o adormilados. Cuando uno de los guardias se interpone en mi camino hago cantar a mi espada, La Flor de Kandala, y la hoja rúnica ejecuta su melodía a la perfección, cortando el aire, la carne y los huesos en un solo movimiento.
A veces aún me sorprendo de la fuerza que soy capaz de imbuir en mis brazos delgados, fuerza que nace en mis entrañas y se bombea en mis venas, potenciada por la magia de sangre de la que soy maestra.
El líder se ha girado hacia mi, yo prendo en él mi mirada, se lo que está viendo, una figura hostil desplazándose a velocidad inhumana, una figura cuyos ojos brillan glaciales desde la oscuridad de su embozo, una figura cuya trayectoria apunta inequívocamente en su dirección. Cuando comprende por fin que es mi objetivo su rostro se demuda en una expresión de pavor.
Tsk… este tipo no es muy creyente, se le nota aterrado ante la perspectiva de su muerte. Un alma débil; ya que se ponen a enredar con demonios al menos podían revestirse de parte de la fuerza que estos otorgan, pero algunos no llegan mas que a rascar los dones efímeros que éstos otorgan, juventud, riquezas o placeres. Pobres idiotas.
Los gritos en el campamento se hacen mas presentes, mi carrera se ve frenada ya por los cultores que se arrojan sobre mi. Algunos me flagelan con energía vil, otros me atacan con armas.
Extiendo mi mano y elijo al mas corpulento, el hombre palidece cuando siente el hielo congelar su sangre, inmediatamente después aúlla al sentir el golpe de mi hoja rúnica en el abdomen, la enfermedad y el dolor se derrama por sus intestinos… y en ese momento sonrío salvajemente.
Tan sólo necesito concentrarme y el hombre comienza a sangrar por los ojos, boca y oídos como un aspersor, vaharadas de energía oscura brotan de él como la seda proyectada de una araña, buscando nuevas presas. He generado un foco de infección y ahora extiendo la epidemia.
Me regodeo en el dolor y la angustia cuando mis enemigos sienten el veneno abrasarles por dentro, vuelvo a reir… río porque aún me queda una sorpresa.
- ¡Que hierva la Sangre! – mi grito conjura la magia que enciende sus fluidos y los transforma momentáneamente en fuego liquido.
No contenta con ello extiendo los brazos y clamo a mi propia energía, me transformo en el epicentro de un maremoto de muerte y descomposición, la tierra a mi alrededor convulsiona y ondula como un mar de sangre. Los hombres atrapados en este caldero de caos y dolor apenas pueden reaccionar y mientras agonizan los remato cruel y eficientemente. Dicen que mi forma de matar es espeluznante y poco limpia. Bueno, no me han enseñado esgrima de salón, mi técnica se desarrolló en los campos de batalla donde siempre te recomiendan: un golpe, una muerte. No hay tiempo para florituras ni misericordia.
Tras mi exhibición de oscuro poder los ánimos han decaído, como consecuencia de su débil y patética fe.
El jefe está bramando, les incita al combate, sus acólitos le miran con una mezcla de estupor y pavor en el rostro, realmente sería mas convincente si no estuviera reculando.
Pero me queda un truco mas en la manga. Ahora que estoy hasta los tobillos de sangre, vísceras y cuerpos tengo material para mi invocación.
Así que me entrego al Arte que domina cualquier buen nigromante. El alzamiento de cadáveres. Soy consciente de que mientras canalizo mi energía y voluntad hacia los cuerpos de mis víctimas soy terriblemente vulnerable, lo que estoy haciendo no tiene nada de heroico o agradable, estoy retorciendo sus almas forzándolas a entrar temporalmente de nuevo en sus carcasas, las doblego mientras anulo su voluntad, las hago mías. Las esclavizo.
Cuando los cuerpos aún calientes de los que hasta hace segundos eran compañeros, amigos o rivales comienzan a moverse y erguirse, unos cuantos cultores salen corriendo entre alaridos de terror.
Antes pensaba en el terror primitivo que inspiran las nubes zumbantes de los silítidos… bien, la muerte andante entra dentro de esa categoría de miedos primigenios. Yo misma soy vulnerable a ella a pesar de toda mi experiencia y maestría. Nunca estás suficientemente preparado para el sentimiento de puro horror que te invade cuando presencias la animación de un cadáver.
Mi ejército se alza bamboleante, descarnado y desprovisto de voluntad propia, apenas tengo que darles un empujón y se lanzan contra los vivos.
Dicen que mi forma de matar es terrible. ¿Habéis visto matar alguna vez a un necrófago?
Son brutales, son turba descontrolada y asesina que desgarra, golpea, muerde y descoyunta, el odio y la ira ciega con la que son obligados a alzarse les convierte en bestias asesinas. El propio nigromante puede volverse víctima de su salvajismo si flojea en su dominio, por ello nos entrenan en el ejercicio de la voluntad. En eso tenemos bastante en común con los invocadores de demonios.
Los arrojo sobre mis presas y continúo avanzando, el jefe me mira con los ojos desencajados un instante, pasea su vista nerviosa y cobarde sobre su gente y de pronto se gira y echa a correr.
- Tsk…
Cuando extiendo mi garra de sombra y la ciño sobre sus tobillos siento su cuerpo convulsionar en un paroxismo de terror, sonrío al verle volar sobre la arena hacia mi. Es bastante corpulento y al aterrizar a mis pies con un carnoso plof levanta una considerable nube de arenilla que le hace toser.
- Piedad… piedad… te daré lo que quieras… ¡lo que quieras!
Detesto que me imploren los cobardes.
- Lo harás. – sentencio antes de descargar mi espada sobre uno de sus tobillos.
La hoja corta limpiamente carne y hueso dejando semi-seccionado su pie izquierdo, el hombre grita y trata de escapar arrastrándose como el gusano que es.
Si, mi forma de matar no es limpia, no hay belleza en mi técnica, ni poses majestuosas ni brillos o luces. Soy una guerrera sangrienta, oscura y despiadada. Pero eso no me impide poseer un concepto muy elevado de la justicia poética.
No mancharé mi espada con la sangre de un cobarde que huye abandonando a sus hombres.
Dejaré que sean ellos mismos sus verdugos. No me inmuto cuando escucho sus alaridos a mi espalda, no necesito verlo pues sé perfectamente lo que esta ocurriendo. No será una muerte lenta, los necrófagos son implacables, pero será muy violenta y dolorosa.
Cuando corto el vínculo que me une a los alzados y despido sus espíritus, estos caen al suelo como marionetas de hilos cortados y el silencio invade el campamento. No hay gemidos de moribundos ni lloros o lamentos. Excepto aquellos que han huido y no perseguiré, no ha quedado nadie con vida. No tenían animales ni monturas, nada de lo que preocuparse ahora.
Camino por el campamento registrando algunas tiendas, buscando algún indicio o documento que me de una impresión sobre lo avanzado del ritual de Zai.
Los papeles y enseres que quedan no me aportan información de interés, malditos incompetentes, ni llevar un orden de sus atrocidades sabían.
Chasqueo la lengua con frustración. He cumplido con mi objetivo de mermar el poder de Zai, pero me he topado con un callejón sin salida.
Cuando a punto estoy de abandonar el lugar algo me atrae la atención. Un pequeño montículo de arena que se alza a unos veinte metros del campamento principal y que al principio tomé como una elevación natural, se me antoja de pronto sospechosa. Efectivamente, al acercarme descubro que el montículo de arena es artificial, una vieja vela de barco cubierta de arena y tierra esconde un secreto.
Afino los labios sospechando lo que voy a encontrar, el olor que me ha golpeado al acercarme me ha dado todas las pistas que necesito. Envío lejos de una patada las piedras que sujetan la lona al suelo por los bordes y levanto el extremo.
Es una fosa común.
Agradezco no necesitar respirar, pues en este momento me faltaría el aire.
Tiro con furia de la tela y descubro el macabro mausoleo. Algunos son recientes, los de mas abajo están ya resecos y momificados por el aire y el calor del desierto.
Calculo un número aproximado y me salen mas de setenta.
Zai Yimissa ha comenzado el segundo ciclo de rituales. Contemplo los cuerpos de las víctimas asesinadas con furia e impotencia. Si, a pesar de toda mi crueldad para con los cultores y apestados me estremezco ante la muerte de los inocentes. No se si eso me hace mas humana o no y no me preocupa. Soy como soy.
Y por eso cumplo con mi deber.
Hay unas setenta víctimas de sacrificio en esta fosa. Y voy a liberar su espíritu y enterrarlos a todos, uno por uno. Aunque me lleve toda la noche y el día siguientes.
Porque es lo que debo hacer.
Estoy deseando encontrarme cara a cara con la artífice de esta barbarie. Ya estoy harta de perseguirla. Ha llegado el momento de activar la trampa. Pronto nos veremos las caras, Zai, y ya no soy una niña.
CXVI .- Interludio: Noche de tormenta
Hace 13 años
1 comentario:
^^ Una vez más, admirable.
Crowen es generosa y no escatima esfuerzos para asegurarse el éxito en aquello que acomete. Tiene el valor de ejercer la autocrítica, de aceptarse, de arriesgarse.
¡Y qué bien descritas, ella y la escena... miedo, he sentido miedo!
¿He dicho que espero el siguiente episodio con expectación?
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