lunes, 29 de octubre de 2007

Iset Devadoris. Diez años después. (III)

-Debemos decidir qué hacemos con la niña, señor. –Insistió el Sanador Jefe.
¿No hemos hablado ya de esto, Farius? –Volvió a contestar el Sumo Sacerdote. El Gran Maestro los observaba a ambos. Estaban reunidos en el Salón del Mapa, la sala donde se discutía la intendencia del templo en tiempos de paz, y la estrategia de batalla en tiempos de guerra. No había sillas, ni libros, ni adornos… sólo un gran suelo de mármol donde un hábil cartógrafo artesano había combinado las piezas de colores hasta recrear las tierras de Elona con todo el detalle que permitía el conocimiento de la época. Además del Sumo Sacerdote, el Sanador Jefe, y el Gran Maestro de armas, asistían a la reunión la Capitana de Exploradores, el Capitán de Suministros y el Sargento de la Guardia. La seis figuras constituían la cabeza de jerarquía, no sólo del Templo Septentrional, sino de toda la iglesia de Balthazar en Kourna y sur de Vabbi. En el lugar mas inhóspito se forjaban los mejores guerreros, y estos guerreros dirigían a su hermanos. La Capitana de Exploradores era la encargada de mantener el contacto y hacer llegar las noticias, sus patrullas montadas en grande lagartos del desierto, recorrían incansablemente los caminos y los senderos transportando nuevas, información y órdenes.
-Si, pero no hemos llegado a ninguna conclusión. La niña va a cumplir seis años y un templo lleno de monjes guerreros no es el mejor entorno para ella.- Sentenció el Sanador Jefe.
- La niña crece fuerte y sana, no ha enfermado ni una sola vez. Ríe y juega como cualquier otra niña de su edad y es obediente y disciplinada. – Intervino la Capitana.- ¿Por qué os empeñáis en alejarla de nosotros? Aquí viven mas de cincuenta mujeres, sacerdotisas, sagradas páragon, derviches, sanadoras…
- Habláis de mujeres adultas que han venido aquí por voluntad propia. Guerreras al servicio de Balthazar. Esta niña, esta huérfana… debería estar entre las devotas de Dwayna, no entre hombres y mujeres de guerra.
- Su destino bien pudiera ser permanecer en el templo.¿Acaso olvidáis las señales de la noche de su llegada? –Recordó el Gran Maestro de Armas.
- Yo también estaba allí, Thanos. – dijo molesto el Sanador Jefe.
- Los hombres la han cogido aprecio, mi señor. Se ha convertido en la hija y la hermana pequeña de cada uno, nos recuerda porque entrenamos, porque luchamos. – Afirmó el Sargento de la Guardia.- Nos recuerda lo que dejamos atrás… o aquello que perdimos.
- No creo que ninguno de esos sentimientos sea beneficioso para el espíritu de los guerreros del templo. Esa niña nos recuerda continuamente aquello a lo que hemos renunciado. Es turbadora para la disciplina y ablanda los corazones de los guerreros. –El Capitán de suministros exponía así su opinión.
Todos habían hablado, así que se volvieron hacia el sumo Sacerdote en busca de una respuesta o una orden definitiva. El viejo sacerdote había escuchado atentamente los argumentos de sus consejeros y hermanos de armas y había tomado una decisión.
-Keremir, Capitana, mañana llevaréis con vos a la niña y la dejaréis al cuidado de las sacerdotisas de Dwayna, en el Templo del Alba. – Alzó una mano para callar la protesta del Gran Maestro.- Quiero que os intereséis por su estado al menos una vez cada dos meses. No puedo ignorar las señales de la noche de su llegada, pero bien es cierto que este templo marcial no es lugar para que crezca una niña. Mas tarde, si es su deseo, podrá ingresar en nuestra orden. El Sumo Sacerdote había hablado y no había mas que discutir.

El Capitán de Suministros expuso algunos temas de intendencia sobre los que había que debatir y los demás opinaron y aportaron soluciones a los distintos problemas. Al día siguiente, la niña montó a la grupa del lagarto de Keremir y por primera vez en su corta vida abandonó el Templo de Balthazar. Sus extraños ojos plateados no se apartaron del que había sido hasta entones su único hogar, y no volvió la vista al frente hasta que la estructura del templo-fortaleza dejó de ser visible en el horizonte. Muchos fueron los que aquella noche se habían acercado a revolverle el pelo o a susurrarle unas palabras de afecto. Muchos eran los que en la mañana madrugaron para verla marchar y dedicarle un breve adiós. Aquella niña de pelo plateado que nunca lloraba había cambiado sutilmente los corazones de aquellos hombres y mujeres belicosos. Y ellos sabían que extrañarían su presencia.

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