lunes, 29 de octubre de 2007

Iset Devadoris. Su llegada. (II)

Algo inquietaba al Gran Maestro de armas del Templo mas septentrional de Balthazar en Kourna, una estructura militar perdida en lo mas inhóspito del gran desierto ente Kourna y Vabbi habitada por hombres belicosos y duros, que dedicaban su vida a conseguir la perfección marcial. Las tormentas eléctricas llevaban días azotando la región, sin descargar una sola gota de lluvia, lo cual tampoco era demasiado extraño en esa época del año, pero esa noche estaba siendo la peor del verano. Balthazar debía estar de un humor de perros para arrojar tanta cólera sobre el mundo. Desvelado y sin poder concentrarse a causa del continuo retumbar de los truenos decidió bajar al comedor común donde sin sorprenderse encontró a gran parte de la guarnición, incluidos novicios, sacerdotes guerreros, derviches y elegidos. Los hombres habían cambiado una noche de insomnio por una buena juerga nocturna, alguien había abierto los barriles de vino consagrado para las celebraciones del verano y lo hacía correr generosamente. El gran maestro, como haría cualquier buen devoto de Balthazar, en lugar de horrorizarse ante esta falta, se sirvió una jarra y se acercó a la chimenea que ardía con un fuego alegre, pues las noches son frías en el desierto y esa noche era desapacible en grado sumo. No bien se había acomodado en un buen banco cuando un revuelo en la entrada del comedor acaparó su atención. Un vigilante de la muralla entraba corriendo, llamando a gritos al Sanador Jefe, que evidentemente también se encontraba allí. El Gran Maestro se levantó y siguió curioso al grupo que salía apresuradamente por la puerta. Atravesar el patio de Armas requirió valor, pues parecía que el cielo iba a caer sobre sus cabezas.
Allí, en la garita de los vigilantes del portón principal, estaba la razón de tanto revuelo. Un hombre de piel blanca como la leche empapado en su propia sangre se había derrengado sobre el catre de los guardias… o mas bien lo habían arrastrado hasta allí, por los rastros de sangre que había en el suelo. El Sargento de Guardia estaba explicando los hechos al Sumo Sacerdote, que escuchaba con atención. El Gran Maestro de Armas se acercó al hombre herido y lo examinó por encima del hombro del Sanador Jefe. Era un hombre alto y musculoso, un guerrero, su cabello era blanco… no, mas bien parecía plateado, aunque la suciedad y la sangre no ayudaban a discernir el color. Tenía los ojos entreabiertos y respiraba trabajosamente… con cada soplo de aire se le escapaba un poco de vida… tenía el cuerpo cubierto de terribles heridas. Heridas que no haría un arma normal, mas bien las garras de una bestia. Y el Gran Maestro sabía que bestia era la responsable. No pudo evitar estremecerse.
- Unnnnggg…. El hombre gemía, se estaba ahogando.
-No puedo hacer nada por él. Está mas allá de cualquier curación posible. Sus heridas no responden a mis plegarias. – concluyó el Sanador Jefe. En su voz había frustración.
-¿Y la criatura?- Preguntó entonces el mas joven de los vigilantes con voz temblorosa.
-¿Qué criatura?- inquirió el Gran Maestro de Armas sorprendido.
-Este guerrero se ha arrastrado hasta la puerta del templo con un bebé en brazos. – Le aclaró el Sumo Sacerdote. El Gran Maestro se fijó entonces en el bulto que sujetaba el vigilante joven contra el pecho. Sin dudarlo cruzó la pequeña estancia de dos pasos y descubrió al niño. “No. La niña” se corrigió. Una niña de piel blanca, cubierta también de sangre. Sangre del guerrero moribundo… y de algo mas. La niña se volvió a mirarle, y él se estremeció…. “¿Cómo es posible?, si parece recién nacida” Al principio creyó que era ciega, pero tras la primera impresión se dio cuenta de que sus ojos eran plateados, no glaucos.
El Gran Maestro se volvió y observó la estancia. Observó a los hombres devotos allí reunidos. Grandes hombres de armas, valerosos guerreros, fieles compañeros. Observó al hombre que moría poco a poco en compañía de desconocidos. Y observó al bebé. Ese bebé que había llegado a ellos en medio de una noche que mas tarde sería conocida como “La noche de la cólera de Balthazar” pues la tormenta fue tal que los rayos arrasaron la región, incendiaron poblados, cristalizaron la arena y la roca, abrasaron bestias, hombres… y extraños monstruos de pesadilla cuyos cadáveres humeantes fueron encontrados a lo largo de los días siguientes por las patrullas de exploración del templo. Justo en ese momento el hombre herido gruñó de dolor. El Gran Maestro se acercó a él de manera instintiva. El hombre volvió unos ojos que ya no veían hacia él, y su mano se crispó como una garra en el antebrazo del Gran Maestro… su contacto abrasaba. Y el gran maestro sintió la energía del dios recorrer su cuerpo.
-Ella… última sangre…Grenth… sálvala… Y después, agotado. Murió.
-¿Qué os ha dicho, Thanos?- preguntó el Sumo Sacerdote. El Gran Maestro repitió las últimas palabras de aquél hombre desconocido a su silenciosa audiencia.
-¿Y ahora qué? – Preguntó el Sanador Jefe.
-Debemos preparar a este hombre para sus exequias. – Dispuso el Sumo Sacerdote.
-Si, pero… ¿por qué rito, como sabemos…?
-¡¿Por qué rito va a ser? Le enviaremos al otro mundo envuelto en fuego, con sus armas sobre el pecho y una canción de victoria vibrando en el aire! – Rugió el Sumo Sacerdote. El Sanador Jefe se encogió ante la ira de su superior.
-Este hombre ha venido a morir a nuestro templo, luchando por el camino contra quien sabe qué criaturas. Este hombre podría haberse rendido hace horas. Sus heridas son mortales. Y sin embargo ha llegado hasta aquí, con una misión. Honremos a este valiente desconocido como si fuera un hermano caído en combate. Porque algo me dice, que así lo desea nuestro dios. El Sumo Sacerdote había hablado. Su palabra era ley. Y todos obedecieron.
El cuerpo del desconocido guerrero fue lavado, ungido y vestido mientras los novicios mas jóvenes preparaban su pira funeraria. Aquél día no se habló de otra cosa en el templo. Al anochecer, hasta el último de los habitantes del templo-fortaleza se congregó en el patio de armas para asistir al funeral del Desconocido Valiente, como le habían dado en llamar. Sus voces se unieron en un único canto de alegría, pues ahí se marchaba un guerrero a luchar en el eterno Campo de Batalla de Balthazar, envuelto en el fuego del dios, alejado para siempre de los fríos dedos de Grenth. Un alma de Balthazar que se reunía con su dios. Los que allí estuvieron juran que por un instante, de entre las llamas, se alzó una figura portando un mandoble de fuego, y después, con un rugido, se elevó hacia un oscuro cielo rojo como la sangre. El Gran Maestro contemplaba las llamas absorto. Pero su mirada también se dirigía hacia el edificio de los sanadores, donde un bebé que no lloraba estaba siendo alimentado y cuidado por una guerrera veterana. ¿Qué iban ha hacer con ella?

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