miércoles, 14 de noviembre de 2007

Sirkani de Ulfgard (II) Primeros Recuerdos.

Recuerdo que me quitaron las pieles y me lavaron, me cortaron el pelo y me miraron la boca. Yo mordía y pataleaba y trataba de escaparme.
Así pasaba los días, yo solo quería volver a casa, pero ellos no dejaban de hablarme. Me trajeron comida, la tiré, me pegaron con un palo, aguanté… y de nuevo traté de escaparme.
Al final se cansaron de mi y me encerraron. Y yo comencé a languidecer de pena.
Hasta que él llegó.
Era muy viejo, yo ya le había visto reírse de los hombres que corrían detrás de mi en el patio. Un día entró en mi celda y se sentó. Traía un libro. Yo entonces no sabía lo que era, pero aquél libro tenía dibujos. Dibujos de lobos.
Me lo enseñó, y aunque no confiaba en el… echaba de menos a mi familia loba, los dibujos… era como tenerles un poco cerca.
Me dejó tocarlos y empezó a hablarme. Yo entendía muchas cosas, pero no quería que él lo supiera.
Día tras día comenzó a visitarme y me hablaba de los lobos, me explicó que yo era una niña-loba. Una niña del bosque, que en tyriano antiguo se dice “sir de kani”. Sirkani, así me llamó.
Sirkani, la que duerme con lobos. Sirkani de Ulfgard.
Me dio un nombre y me enseñó a reir.
Yo comía de su mano y buscaba su compañía, él reía mucho y disfrutaba con mis travesuras, sobre todo cuando me daba por correr desnuda por la abadía en cuanto hacía calor. Tardaron mucho en hacerme comprender que aquello no estaba bien.
El tiempo pasó y Viejo Monje me contaba historias que me hacían reir. Pero yo todavía no hablaba.
Un día trajo un libro grande y cuadrado de tapas rojas y me lo enseñó, empezó a leer a mi lado señalando los dibujos que se convertían en sonidos. Así fue como aquél verano aprendí a leer antes que a hablar.
Los monjes al principio se sorprendían al verme por los rincones con libros sobre las rodillas, inmersa en su lectura.
Una mañana Viejo Monje me dio la mitad de un libro pequeño y desgastado que apenas tenía imágenes… comencé a leerlo, era una historia sobre un muchacho al que un malvado hechicero había transformado en lobo, El Príncipe Lobo. Nunca olvidaré aquel libro.
Cuando el libro se acabó aún quedaba media historia por contar. Aquella tarde, por primera vez… hablé.
Me acerqué muy digna al hermano Menhlo que estaba en la biblioteca con varios novicios supervisando la copia de antiguos manuscritos y le dije enseñándole el libro: “Quiero leer mas”
El me miró como si de pronto le hubiera hablado el gato de la abadía. Pero no dijo nada, buscó la otra parte del librito y me lo entregó.
A continuación fui a ver a Viejo Monje y le enseñé la segunda parte, yo sonreía de oreja a oreja y cuando me preguntó yo le conté lo que había pasado.
El rió y me revolvió el pelo. Me pidió que le leyera en voz alta y así lo hice. Estábamos en el patio, bajo el gran árbol y los monjes se paraban a mirarnos. Viejo Monje sonreía y aunque yo no era consciente… sonreía orgulloso.

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