viernes, 18 de septiembre de 2009

Crowen (III) Huída y vuelta a la Atalaya

Durante aquél tiempo viajé, investigué y profundicé en mis estudios pero también me dediqué a experimentar, a vivir y a disfrutar. Era joven, había vivido encerrada toda mi vida, debo reconocer que me entregué a los excesos y durante un tiempo me abandoné a una vida disoluta y hedonista. Me mantuve lejos de los hombres, no quería favorecer aquella profecía que anunciaba el fin de mis días, pero no me privé de nada mas.
Apenas recuerdo aquella época, en mi memoria es como un borrón de colores luminosos y sensaciones embriagadoras, sólo permanece en mi cierto regusto a vacío. Fuera lo que fuera, aquella vida me hastió, me aburrió. Había llegado la hora de reclamar mi legado, los años pasaban y yo me acomodaba.
Por casualidad conocí a una nigromante con cara de niña, recuerdo su nombre, Faia, era una mujer notable, se convirtió en mi maestra y compañera de batalla, me presentó a aquellos que mas tarde me ayudarían a reconquistar mi atalaya, un grupo variopinto de aventureros, La Orden del Amanecer se llamaban, liderados por la inolvidable Kirya, hoy apenas queda ninguno de ellos con vida, pero fueron grandes amigos y aliados.
Durante un año preparé el asalto a mi Atalaya, la noche del asedio me erigí en comandante de una tropa dispar de mercenarios, asesinos, guerreros y no muertos.

Los recuerdos de la batalla son confusos, no fue distinta a otras en las que he participado. Muerte, muerte y mas muerte. Actos deleznables y hazañas heroicas, gritos, sangre, terror y dolor. La Atalaya estaba tomada, el asedio y el ataque había se había saldado con nuestra victoria, o bien mis hermanos me habían subestimado o yo les había sobreestimado, fuera como fuere la facilidad con la que ganamos me dejó… insatisfecha.
Se que fue imprudente, pero en un acto de arrogancia ordené a mis tropas aguardar mientras yo entraba sola en la torre de mi padre donde mis hermanos se atrincheraban. Recorrí en solitario los pasillos de piedra con los fantasmas y el eco de mis pisadas como única compañía.
En la base de la torre me enfrenté a mi hermano Grissarth, siempre había sido el menos listo de los dos, evidentemente nuestro hermanito mayor le había mandado por delante. Había temido que al encontrarme con ellos flaquearía, no he sido ni seré nunca una asesina a sangre fría, mi padre me inculcó unos rígidos principios sobre honor y lealtad, fue esa parte de mi la que le hizo decantarse por su hijita ... pero al mirar a los ojos al que era mi medio hermano no vi sino oscuridad, odio, ansia de destrucción. Se había convertido en aquello contra lo que mi padre me enseñó a luchar. Ni siquiera me digné a contestar a sus provocaciones y chillidos, combatí con él en silencio. El enfrentamiento fue breve… decepcionante. Le abrasé con mis primeros golpes, su piel se desprendió, sus ojos estallaron, en pocos segundos era una masa humeante que gemía en el suelo revolcándose en sus propias cenizas. No tardó en morir y cuando su espíritu se liberó, lo destruí enviándolo al olvido. No quería fantasmas furiosos rondando en las inmediaciones. La escalera de acceso al santuario de mi padre era irregular y peligrosa, nada mas poner un pié en ella sentí el latido del Libro de Sangre, fue como si el espacio se plegara sobre si mismo, la reverberación me atravesó como una onda rompiendo al superficie del agua calma. El Libro me llamaba. Ascendí resuelta, vigilando donde colocaba mis pies, espoleada por el latir de mi grimorio, de mi herencia. Moelthas me aguardaba enloquecido en el santuario, en su delirio aterrado había convocado para que le guarecieran demonios, sombras y otras criaturas del vacío abisal a cada cual mas terrible. Fué un juego de niños romper sus protecciones y dejar que sus propios siervos lo devoraran. Contemplé su agonía impasible, con cierta conciencia sobre el concepto de justicia poética, aunque aquella carnicería no tuviera nada de poético.

Exorcizar el lugar, purgarlo de sombras y devolver a los demonios al infierno de donde habían salido fue otro cantar y me llevó casi dos días con sus dos noches. Al amanecer del segundo día, me erigí triunfal sobre las ruinas de mi baluarte y me proclamé Señora de la Atalaya de los Muertos y sierva del Libro de Sangre. Poco sospechaba que diez años mas tarde la muerte me encontraría. Tras la batalla, el baluarte se había convertido en un osario de muerte y descomposición, algunos supervivientes se arrastraban entre las ruinas humeantes, los fantasmas y espíritus de los muertos chillaban desesperados. La Atalaya era un lugar de pesadilla. No había nada que me atara a aquél lugar y no quería edificar mi futuro sobre huesos y cadáveres.
Tuve que renovar mi comunión con el Libro de sangre, el grimorio que había permanecido cerrado para mis hermanos, el libro que había absorbido la esencia de mi padre. Podía sentirle al acariciar sus hojas, al bucear en sus secretos, era la obra de su vida y a ella se había entregado en muerte. Al reclamarlo, la consciencia del grimorio despertó y fue entonces cuando alcanzó su verdadero potencial.

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